El periodista Carlos Denegri.
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Denegri, el periodista que vendía su silencio

Por David Torres
Los7Días.com

En la madrugada de Año Nuevo de 1970 una noticia llegaba a las redacciones de los medios periodísticos mexicanos que, en realidad, a nadie hizo estremecer. Hace exactamente 50 años, Linda Denegri, la última esposa del periodista Carlos Denegri, cansada del maltrato físico y psicológico de su torturador, le asestaba un tiro en la cabeza con una pistola calibre .38, cayendo el famoso reportero ante un enorme crucifijo colgado en la pared de su propia habitación.

Una anécdota como esta, con los elementos suficientes solo para una nota de última hora, ha dado pie, junto con otros oscuros aspectos de la vida e influencia de Carlos Denegri (1910-1970) a la más reciente novela de Enrique Serna, El vendedor de silencio. ¿Pero qué llevó a una esposa a tal extremo y cómo no hubo tanto revuelo informativo por el deceso de un informador de tanto poder e influencia? Hay detrás una historia plagada de ignominias que este nuevo libro del también autor de El seductor de la patria ha intentado responder.

Quizá por lo corrupto de su propósito, la siniestra leyenda sobre los tres archiveros del periodista Carlos Denegri son, en parte, la clave para entender la intrincada telaraña de la perversión periodística en el México de buena parte del Siglo XX. Pero también sirven para dimensionar la consolidación de esa especie de mafia informativa que solo podía ocurrir en un sistema en el que la impunidad se convirtió en norma política por excelencia durante siete décadas de un solo partido en el poder.

Confeccionado pacientemente a lo largo de los años, según rememoran quienes tuvieron la desgracia de alternar con “el mejor periodista del siglo XX, pero también el más vil”, como lo definiera Julio Scherer —ese otro emblemático periodista mexicano fundador de la revista Proceso—, el archivero de Denegri tenía tres ficheros básicos: el de los personajes de quienes todo el tiempo escribía para sus columnas que le publicaba Excélsior (“Arsénico”, “Miscelánea Dominical”, “Fichero político”); el de los que nunca hacía mención; y el de quienes solo en algunos casos hacía referencia.

¿Qué objetivo podía perseguir Denegri con dicha clasificación en la que lo mismo cabían políticos, empresarios o personajes de la farándula? La respuesta a esa y a muchas otras interrogantes sobre el precursor de la columna política en México también se puede encontrar claramente en El vendedor de silencio, un título por demás acertado para describir el modus vivendi y operandi de un reportero que cobraba más por lo que callaba que por lo que escribía. Y así se enriqueció, tanto en dinero como en poder.

La idea era que, según se desprende de la lectura de este retrato de un periodista convertido en vocero del gobierno desde el mandato de Miguel Alemán (1946-1952) hasta el de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) —de quien fue alfil perverso contra el Movimiento Estudiantil de 1968—, dicho “tesoro” convertido en archivo de fuentes no era inamovible, sino perfectamente maleable, según conviniera a su creador.

Se lee en El vendedor de silencio que un asistente de Denegri quiso modificarlo alguna vez, agregando colores para facilitar su identificación, pero fue parado en seco por el poderoso reportero, quien le aclaró que no era posible lo que estaba proponiendo porque todo iba cambiando según el dinero que aportaba cada una de sus fuentes —mediante extorsión, claro, gracias a lo que Denegri sabía de cada una de estas—, y muy bien podía cambiar de sitio en tal archivero, si la “víctima” no cedía al chantaje.

Quizá sin proponérselo, de este modo Denegri daba paternidad al mismo tiempo a la posterior industria del “chayote” (embute, soborno, coima) en el ámbito periodístico mexicano, término que, también de acuerdo con Scherer en su libro Los Presidentes, se puso en boga durante el sexenio de Díaz Ordaz. Refiere Scherer, exdirector de Excélsior y antítesis de Denegri, que durante un discurso de dicho mandatario en 1966 sobre un sistema de riego en Tlaxcala, estado cercano a la Ciudad de México, los diaristas asistentes decían a los no enterados: “¿Ves aquel chayote? Están echándole agua. Ve allá”. Y continúa Scherer: “Allá, semioculto por la trepadora herbácea, un funcionario de la Presidencia entregaba el ‘chayote’, nombre con el que desde entonces se conoce al embute en las oficinas de prensa”. La idea era que los reporteros escribieran a favor de la obra pública inaugurada por el entonces presidente.

Poner en contexto —histórico y político— la impunidad de Denegri desde sus inicios como reportero en los años 40, en quien Salvador Novo se inspiró para escribir su obra de teatro A ocho columnas, así como exhibir la podredumbre de un sistema hegemónico reflejada en el comportamiento profesional y personal de un reportero, hijastro de un político y diplomático venido a menos y de una tiple argentina, es una de las virtudes de este nuevo libro de Serna. Su maestría en la creación de personajes de esta naturaleza —viles, antiéticos, traidores— la ha demostrado también en otras novelas, sobre todo en Ángeles del abismo y en la ya citada El seductor de la patria, esta última en torno al dictador Antonio López de Santa Anna, once veces en el poder después de la Independencia y a quien se le adjudica la pérdida de la mitad del territorio mexicano en el Siglo XIX.

Pero dicha impunidad no solo tenía repercusión en el ejercicio de su profesión, pues como mucha gente de la élite del poder, Denegri adoptaba actitudes personales que también minaban, con su infamia, la vida de la gente más cercana a su entorno. Su imparable alcoholismo, como lo detalla Serna en El vendedor de silencio, lo condujo a situaciones de una violencia inusitada en lugares públicos y privados, pero de las cuales salía bien librado por los contactos que tenía y por las anomalías que sabía sobre las autoridades policiacas mexicanas.

Por otro lado, su monstruosa misoginia, también reflejo del comportamiento de algunos miembros de la clase política de mediados del siglo XX, era su más autovalorada insignia para exhibir su supuesta virilidad golpeando a las mujeres que decía “amar”, un violento machismo que le costó la pérdida de muchas relaciones amorosas mal entendidas por él mismo, tal como antaño hacía Maximino Ávila Camacho, hermano incómodo del expresidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946), cuya soberbia, crueldad y egolatría también son mencionadas en El vendedor de silencio.

Y entre alcoholismo y misoginia, Denegri no ocultaba su pavor, como creyente, a la condena divina, de tal modo que para autoaliviar sus excesos e impertinencias, hacía donaciones a una congregación de religiosas. “Denegri no daba miedo, daba asco”, decía también de él Julio Scherer.

Contemporáneo de prácticamente todos los personajes políticos, artísticos y literarios del México dominado por un partido de Estado, Carlos Denegri fue un soldado más del sistema, y para demostrarlo, con todo cinismo, refiere Serna, había incluso titulado una de sus columnas en 1953 de la siguiente manera: “Todavía nos queda un recurso, enriquecernos lícitamente”, al término del sexenio de Miguel Alemán y al inicio del de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958).

Detallada, mesurada, elocuente, directa y contundente en cuanto a detalles personales de Carlos Denegri, El vendedor de silencio entra en las ligas mayores de la literatura mexicana, al presentarnos el desmenuzamiento de una mente torturada por sus propios demonios: alcoholismo, misoginia y religión. Esos demonios que lo elevaron hasta las cimas más altas del ejercicio periodístico nacional e internacional gracias a su impecable redacción y manejo de varios idiomas —logró entrevistar, entre otros, a Gandhi, Martin Luther King, Jr., Kennedy, y publicar en Life y Time—, pero que también lo hicieron descender a las más oscuras profundidades de la inseguridad y del fracaso, cuando era inminente el cambio tanto en el periodismo profesional, como en la sociedad mexicana cada vez más politizada.

“¿Ya? ¿Ya lo mataron?” se convirtió en el epitafio periodístico perfecto que el entonces joven periodista Miguel Ángel Granados Chapa recordaba cuando, en el fragor del cierre de edición, avisó a su superior en Excélsior sobre el hecho y a quien escuchó decir dicha frase, con la que el “legado” de Denegri empezaba a caer en el precipicio del olvido, pero que Serna revive magistralmente ahora en El vendedor de silencio.

Portada de la novela de Enrique Serna.

Las opiniones y el contenido expresados en este artículo son exclusivamente las de su autor y no reflejan la posición editorial de Los7Días.com.

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