El poeta ruso Joseph Brodsky.
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Joseph Brodsky: El fuego breve, sagrado*

Por David Torres
Los7Días.com

Cuando el juez le preguntó acerca de su actividad preponderante como hombre productivo usando la gastada fórmula: “¿A qué se dedica el acusado?”, Joseph Brodsky no dudó en contestar: “Escribo poesías y traduzco…”

La suposición que estaba a punto de exponer en torno a la importancia de su trabajo como poeta fue tajantemente detenida, negada. Después de reconvenirlo sobre la posición que debía mantener durante el interrogatorio y la obligación de responder con “decencia”, un nuevo cuestionamiento le fue asestado sin conmiseración: “¿Tiene el acusado trabajo permanente?”. El poeta, entonces de 24 años de edad, solo atinó a responder: “Yo creía que el mío era un trabajo permanente”.

Era el inicio de la primera sesión del juicio en su contra, tipificado como “parasitismo social”, y llevado a cabo en una gran sala del Club de los Trabajadores de la Construcción, en Leningrado, el 18 de febrero de 1964. Brodsky, nacido el 24 de mayo de 1940, en el seno de una familia judía, no era en esa convulsionada década el único en esas condiciones: Andrei Sajarov, posterior Premio Nobel de la Paz (1975) y quien se había convertido en un crítico del Estado Soviético, protestaría en junio de ese mismo 1964 por la deportación de Alexander Solyenitsin, otro hombre de letras a quien en 1970 se le atribuiría el Nobel de Literatura.

La nueva y la vieja guardia de la disidencia se daban cita para buscar afanosamente la sobrevivencia del espíritu creador, individual, íntimo.

Otras preguntas en esa misma sesión atormentarían al autor de La canción del péndulo, como la que se refería a “quién” lo había puesto entre los poetas, juego de palabras que reviró con lucidez sin tanta cruel filosofía: “Nadie. Pero, ¿quién me puso en el género humano?” Sorprendido, pero sin demostrar contrariedad, el juez le preguntó si “eso” se estudiaba, a lo que el poeta, después de breves aclaraciones académicas por parte de su interrogador, dijo que no pensaba que “eso” fuera un tema de estudio, sino que era dado por Dios. Quizá desde ese momento —no tanto por la manera en que era interrogado sino porque a pesar de ser un juicio penal lleno de público expectante, alguien en la antigua URSS le preguntaba, cuando menos, sobre su oficio de poeta— la palabra poética de Brodsky adquiriría ese júbilo por la contradictoria condición humana, ese “a pesar” en que se convierte en el mundo un poeta, un individuo suficientemente cohibido, según el creador de Nocturno lituano.

¿Eso le hizo decir, acaso, muchos años más tarde y en otras circunstancias, que la carrera del poeta, si vive lo bastante, emerge como una variación de géneros sobre un solo tema, “ayudándonos a distinguir al danzante de la danza —en este caso, un poema de amor del amor como tal”? ¿Era esa necesidad sentimental del género humano de la que emergían, en abundancia, los poemas de amor? ¿Cómo odiar al verdugo si el espejo común del hombre nos refleja a todos? Seguir escribiendo, esa es la consigna. ¿Y por qué no, “si un poema —cualquier poema, al margen de su tema— es en sí mismo un acto de amor”, como lo aseguraría también el ensayista de Menos que uno?

La segunda sesión del juicio contra Brodksy, el 13 de marzo de 1964, no fue diferente de la primera. Las preguntas se sucedían en el mismo tono, aunque con base en las conclusiones del peritaje psiquiátrico al que fue sometido por “expertos”, quienes informaron que el joven poeta presentaba rasgos de carácter psicopático, pero que era capaz de trabajar. Eso significaba que a pesar de la defensa que Brodsky hacía de su trabajo poético y de traductor, no era considerada como una actividad propia de un soviético. Por lo tanto, era posible llevar a cabo las medidas (entiéndase sanciones) jurídico-administrativas correspondientes.

Hubo un testigo en su favor, aquel que declaró que Joseph Brodsky, conocedor profundo de la literatura estadounidense, inglesa y polaca “era uno de esos raros talentos… un hombre especialmente trabajador y consistente”. Un segundo testigo que declaró en su contra dijo que a pesar de no conocer especialmente a Brodsky, si todos los ciudadanos soviéticos tuvieran la misma idea del poeta sobre la acumulación de bienes materiales, les tomaría mucho tiempo construir el comunismo. Ponderó, por otra parte, las dotes de inteligencia del autror de Versos de la campaña de invierno, pero le criticó el hecho de solo haber realizado siete cursos en la escuela y el no haberse incorporado al servicio militar. El tercer testigo, un instalador de tuberías, fue más categórico al preguntar en la sala: “¿Por qué no trabaja?”, mientras que un cuarto testigo, miembro de la Asociación de Escritores, clasificando algunos poemas que había leído de Joseph Brodsky como indiferentes respecto al mundo, pornográficos y de rechazo a la patria y a la nación, concluyó que el autor de Elegía a John Donne corrompía en los jóvenes el sentido de respeto al trabajo, al mundo y a la vida. Le confirió al final, eso sí, un poder al menos: el de antisocial.

En ese momento, Brodsky no sabía que 23 años después, en 1987, ese convencimiento que tenía respecto a que su obra serviría a los demás no solo en aquel tiempo, sino para las generaciones venideras, lo conduciría a obtener el Premio Nobel de Literatura, mismo que lo afianzó como uno de los poetas imprescindibles del Siglo XX, como otros compatriotas suyos y que vivieron experiencias similares en su propia patria: Anna Ajmátova, Ossip Mandelstam, Marina Tsvetáieva y Boris Pasternak. ¿Vivirán aún aquellos miembros del Comité Oficial de Escritores Jóvenes de la extinta Unión Soviética, quienes concluyeron que Brodsky no era un poeta y que, en mucho, influyeron para que el tribunal que lo juzgó determinara exiliarlo a un lugar remoto durante cinco años con la obligación de trabajar? Seguirles la pista sería una tarea vana. Para bien de la literatura, quizá para el mal del corazón de Brodsky, su expulsión de aquel país en 1972 lo condujo a Estados Unidos, donde cambió de nacionalidad en 1977.

Una implosión en cascada han sido sus poemas y sus ensayos; un estilo de alma convencida de que “el hombre no es amo de su pasado ni de su presente”, por lo tanto “dejémoslo en paz con su destino”. Cuatro años antes de su muerte aseguraría que “la perspectiva del derrumbe universal es siempre más agradable de considerar que la de la propia defunción”. Una soledad para vivirse, pero con el deseo ferviente de obtener una respuesta, un eco, una caricia. Dice Brodsky en “Postscriptum”**, poema que data de 1967: Qué triste que mi vida nunca significó/para ti lo que tu vida llegó a significar para la mía./Cuántas veces en terrenos baldíos/he consignado mi moneda de cobre, coronada con el sello/de Estado, en este universo de alambradas,/intentando sin esperanzas alargar el tiempo/ de nuestra comunicación… Ay, al menos/que un hombre consiga eclipsar al mundo, /solo me queda girar el disco hendido en alguna/caseta telefónica, como quien gira una ouija,/deseando que un fantasma responda al eco/de los últimos latidos de un timbre nocturno.

Buscar  influencias literarias en un poema de tal intensidad no es tarea recomendable. Quizá más exactamente habría que decir, con Marina Tsvetáieva, que se perciben influencias humanas, o al menos su búsqueda incesante. Agrega Brodsky***: En esta llana región,/al corazón resguardo de lo falso,/pues no hay dónde esconderse/y la vista alcanza más allá. /Sólo para el sonido/ el espacio es un estorbo:/el ojo no extrañará/la falta de un eco.

Sometido a una operación a corazón abierto en 1979, su salud se fue deteriorando visiblemente. El exilio, los trabajos forzados, la expulsión de su propio país, la negativa de Yuri Andropov para que sus padres salieran de la entonces URSS y algunas contingencias más se agregaron a la fatalidad. Brodsky moría a los 55 años de edad de un padecimiento cardiaco el 28 de enero de 1996, en su departamento de Brooklyn Heights, Nueva York.

Es posible decir, entonces, que en tanto seres humanos los poetas como Joseph Brodsky son con toda seguridad esa clase de fuego breve que persigue en la tierra el tímido suspiro de un lejano amanecer. Breve, en efecto, pero sagrado.

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*Versión del artículo que con el mismo título fue publicado originalmente en la revista Época, de la Ciudad de México, el 12 de febrero de 1996, a partir de la reproducción de una parte del juicio a Brodsky, publicado en el Periódico de Poesía, también de la capital mexicana.
**Postscriptum. La Máquina Eléctrica, México, 1988. Traducción de Angélica Scherp y Arturo Trejo Villafuerte.
***Versión de Tatiana Bubnova. Joseph Brodsky, Poemas. Alción, Argentina 1996.

Las opiniones y el contenido expresados en este artículo son exclusivamente las de su autor y no reflejan la posición editorial de Los7Días.com.

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