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Inacayal (1835-1888) fue un cacique de la tribu Tehuelche, en la región de la Patagonia.
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Carta abierta a Inacayal

Por Mercedes Chenaut
Los7Días.com

Ha llegado el momento.

Lo he postergado unos cuantos días porque necesitaba tomar aire y valor.

Llegué a La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, por cuestiones aparentemente fortuitas (“Algo que ciertamente no se nombra con la palabra Azar rige estas cosas”, dijo el gran Borges) y al Museo de Ciencias Naturales en particular, porque desde niña había escuchado que era uno de los orgullos de la ciencia argentina. Los parques que lo rodean, el edificio soberbio, la fachada griega –de Partenón– constituyeron el primer impacto.

Inacayal.

El ascenso hasta el hall central me produjo cierta desazón, cierta arritmia. Claro que el calor era insoportable a pesar del otoño y la humedad oficiaba de soberana. Igual que el silencio, porque muy poca gente visitaba el lugar. El perito Francisco Pascasio Moreno nos dio la bienvenida desde un busto previsible, poniendo cara de benefactor. Así lo conoce y celebra la mayoría, tanto como para que el imponente glaciar, una de las maravillas naturales de la Patagonia, lleve su nombre.

Yo tenía noticias de las enormes bestias prehistóricas, antediluvianas, que pueblan salas y más salas. Las encontré a ras del suelo, sobre pedestales, pendiendo de los techos… Sabía también de los cientos de animales embalsamados. ¡Ay, los ojos de vidrio, fijos, implacables, de cervatillos, jabalíes, yaguaretés, vizcachas!

El calor se hacía sentir cada vez más, Inacayal. O quizás ya no era el calor sino la desagradable sensación de que el edificio estaba poblado en demasía de inmovilidades, de ex vidas, de seres a quienes se les había impedido seguir el noble camino de la putrefacción.

Colecciones de piedra
Cuando me pidieron que posara para una foto bajo un enorme dinosaurio, cuyo fósil fue hallado en América del Norte y que ocupa toda una sala, sufrí el primer ataque de terror, de horror, de intolerable incomodidad. No puedo. No quiero, dije casi gritando. Mi compañero se mostró sorprendido. Él estaba deslumbrado frente a ese museo de un museo, como lo expresó con inteligencia. Es así porque los muebles, las vitrinas centenarias que albergan las colecciones, la luz tenue y casi uniforme, la casi inexistente interacción con los visitantes que es la norma en los museos contemporáneos, nos transportaban varias décadas atrás. En lo que a mí respecta, todo se iba confabulando para que no pudiera disfrutar ni las colecciones de piedras -sólo recuerdo un magnífico fragmento de rodocrosita como sólo los vi en nuestros valles calchaquíes-, ni el primer piso que recrea el mundo Inca y también, con pretensiones y cierta ineficacia, el antiguo Egipto.

La soledad y el silencio se hacían más espesos a medida que pasaban los minutos. En la planta baja otra vez, en medio de nuevas propuestas zoológicas, ahora de grandes y pequeños insectos y también anfibios y peces y alguna tortuga de extravagantes dimensiones… hiciste tu aparición, Inacayal. Te abriste paso en mi memoria mediata, irrumpiste desde una lectura de hace tan sólo unos meses y que yo había guardado, por intolerable, en el sótano de mi inconsciente o de mi subconsciente. Sótano, digo. Ésa es precisamente la clave, porque cuando advertí que lo había y que en él funcionaban los laboratorios, me sentí morir. No bajaré, aunque se pueda, aunque esté abierto al público. No bajaré. Eso sí que no. Porque recordé bruscamente que vos y los tuyos, Inacayal, dormían allí todas las noches mientras vivieron en el edificio en calidad de atracciones, de fenómenos, de creaturas que de día deambulaban entre los visitantes para que los fotografiaran (era infrecuente la fotografía en esos años, 1884 al 1888), o para que los dibujaran. De noche eran encerrados en el subsuelo, pesada puerta de por medio, en un habitáculo inmundo donde se alimentaban de una olla común, hacían sus necesidades fisiológicas en un rincón e intentaban un sueño liso, sin demasiadas pesadillas. El perito Moreno creía haberlos salvado de la famosa Conquista del desierto con este subterfugio, llevándolos a vivir (¿a vivir?) al museo que había fundado e inaugurado el 17 de octubre de 1872.

Desesperación y nostalgia
Sentí en ese momento que tu mujer era descarnada otra vez, como hace casi 150 años, luego de morir en el recinto víctima de una enfermedad desconocida –pienso que el mal se llamaba desesperación y nostalgia– y la colocaban una vez más en una vitrina, para su obscena exhibición. Te vi, Inacayal –te sentí– mirándola estupefacto, loco de dolor, incrédulo… por horas y horas, días y semanas. Finalmente oí tu alarido. El que proferiste arrancándote, en lo alto de la escalera de acceso, las ropas europeas con las que te habían disfrazado, a vos y a tu gente. Gritaste mirando al Sur, en una lengua antiquísima que nadie entendió, y luego te arrojaste. O te arrojaron, según cuentan otros, porque tu gesto atrevido de desnudarte repudiando el cúmulo de imposiciones culturales, fue castigado con un empujón certero.

Moriste. Tu esqueleto quedó también exhibido en el museo, por años y años, a la vista de cualquier visitante o de cualquier curioso –los hay de los dos tipos–.

Una justiciera ley de estos últimos mejores tiempos obligó a restituir a su lugar de origen tus restos y los de todos quienes hubieren muerto lejos de sus territorios. Pero la maldad o la ignorancia o la desidia o la negligencia, olvidaron tu cuero cabelludo y tus sesos en sendos frascos que quedaron en el edificio hasta hace muy poco, si es que no están aún allí.

Sobre tu historia, Inacayal, no encontré nada en el Museo. O quizás no tuve oportunidad de encontrarla porque mis náuseas y la profusa transpiración de mi frente asustaron a quien me acompañaba y salimos raudos, sin terminar el recorrido. Nos entregaron una publicación que sí narra con pormenores tu calvario pero que leí luego –descubrí luego– ya en el ómnibus que nos conducía otra vez a la ciudad de Buenos Aires, capital de nuestro país.

Esa noche me enteré que muy poco tiempo después de nuestra partida, se había desatado en La Plata una tempestad de lluvia y granizo. Quizás haya lavado parte de la suciedad de la que todos, de una u otra manera, somos responsables, porque mientras haya excluidos y discriminados en el mundo y en nuestro país, deambularás vos, Inacayal, y tantos otros, sin lograr la merecida paz eterna. Mi corazón, mi psiquis, mi espíritu, aún se sienten profundamente perturbados.

Desde esa emoción, escribo el presente texto.

 

Las opiniones y el contenido expresados en este artículo son exclusivamente las de su autor y no reflejan la posición editorial de Los7Días.com.

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